La felicidad se da a cuenta gotas, solo para que podamos vivir, vivir buscándola, la fatalidad, la dureza de la vida, todo aquello que se puede llamar tragedia y que circunda la mayoría de los instantes de la existencia humana, son de una manera extraña un impulso para vivir, impulso para abandonar esa misma realidad asfixiante y andar en aras de algo mejor, ir en busca de la ansiada felicidad, recibir la dosis de descanso existencial.
El deseo es la evidencia de que falta algo que no se tiene, el deseo es motivado por la ausencia de lo bueno, o quizá el exceso de lo malo, a veces ansias de llenarse, otras veces de vaciarse. Y así camina el hombre, como un ciego que no quiere ver y busca la manera de sanar sus ojos, o el que vidente que quiere huir de sus videncias que lo atormentan, y esta realidad de carencia de bondad o exceso de penas, nos motiva a cambiar, a mudar el proceder actual para liberarnos, ese estado de bienestar es llamado felicidad, es llamado salvación, es la cumbre más altas de las esperanzas humanas, el ideal excelso, nadie sabe en qué consiste, pero todos hablan de ella, filósofos, religiosos, artistas, políticos, hombres de la calle, todos buscan el estado de bienestar total, y justo porque tenemos nostalgias de las pequeñas bocanadas del aire puro de la alegría que alguna vez respiramos en tiempos menos fatales, quizá en los brazos de nuestra madre, quizá en mirándonos en los ojos de aquel amor de juventud, precisamente por eso creemos que la felicidad esta allá afuera esperando ser conquistada, ser alcanzada y poseída, como el reino prometido al luchador, premio al que ha sufrido y recibe hoy su descanso de gloria.
Pero poniéndolo en una balanza, lo incierto y la fatalidad dominan este lar de la vida, pequeños impulsos como caricias de musa nos hacen levantarnos, quizá el instinto evoluciono en ideal e impulso a continuar la vida de maneras diferentes, de formas más “racionales y espirituales” pero con el mismo fin, mantener el deseo por vivir y seguir existiendo, la felicidad se ve ante el horizonte como destino excelso, pero inalcanzable, es la tierra prometida a nuestros padres, pero no alcanzada por ellos, y quizá tampoco por nosotros, es el llamado a soportar las amarguras esperando un pago por la amargura.
Y ahí estamos como todos, intentando convencernos de que hoy es un buen día para vivir, sugestionándome para el optimismo, cubriendo con brea los baches existenciales, callando las melancolías con ruido de mundo, con ansias de cosas, con anhelos de futuros mejores y pasados sanados, pero para los reflexivos obsesivos el placebo dura poco y llega de nuevo la tortura de preguntarse siempre el por qué, la amargura de no responderse y la tristeza de hallarse perdido en la búsqueda, buscando donde no se sabe, y sabiendo que nunca se sabrá suficiente, hasta que llegue alguna epifanía momentánea en el momento más fatal para impulsarnos a dar algunos pasos más, y así hasta que se tenga canas y piel arrugada, así hasta que la conciencia se canse y envejezca, y uno se haga conformista, sapiente de las masas, un ser que abraza las respuestas simples, y que sigue existiendo sin más, hasta morir.